Jamás nadie había observado ante sí a un ser de tamaño tan
descomunal. Muchos sintieron temor, otros repugnancia, algunos indiferencia. Los
niños quedaron prendados de la imagen que ofrecían sus ojos, eran infinitamente
pequeños en comparación con el cuerpo que los albergaba y la eclipsaba como para escudriñar la de ellos o como para hacer más inaccesible aún el paso hacia su infierno interior. Su mirada era negra y profunda más pretendía ser tierna. Los sonidos guturales que emitía osaban ser
amenazadores, y lo que es peor, sinceros pero al menos aquel día a aquella hora
en que yo estaba presente no lo consiguió. Rodeándose de niños jugó a parecer el niño que ya no era, jugando a ser importante pretendió ser el jefe de la
banda de pequeños ratoncillos que le seguían. Deseando ser alguien se rodeó de
todos aquellos a los que consideraba mejores que él. Pasó su vida intentando
conocerse, aceptarse, protegerse, saber quién era al tiempo que se escondía
detrás de su inmensa estatura por temor a que alguien descubriese su auténtica y nauseabunda esencia, aquella a la que él
mismo temía enfrentarse, pero ellos, los niños que allí estaban, ya
habían logrado definirle: era una rata, una inmensa rata jugando a ser
cualquier otra cosa con tal de que lo quisieran.
Teresa Delgado © 2015
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