NANA DE LA LUNA


sábado, 27 de noviembre de 2010

PRIMERAS MEMORIAS (“La noche del gato”)

 A veces amé mi niñez, tuve la suerte de hacer travesuras, de ser niño a veces, de excavar con mis sueños trincheras más hondas que el hoyo en que entierra su niño el estúpido adulto.
          Recuerdo incluso las primeras luces, mi primera palabra, mi primera noche totalmente en vela.
          Papá derribó una pared que incluía nuestra puerta; no hubo puerta esa noche. En lugar de un cuento mi madre advirtió que debíamos cubrirnos, que un gato hambriento pudiera allanar nuestra casa y comerse una parte esencial de la vida. Así que fui niño y fui cauto, pasé cada hora auscultando el silencio, resguardando del hambre del gato a mi hermano y mi pene.
          Por la mañana marché somnoliento a la escuela, pero entero y feliz con mi cuerpo completo. Llegar a la escuela obligaba a cruzar por el bosque de monstruos. En la casa verde habitaba “la muda”, y había que franquear ese espacio con toda premura y cautela o la muda saldría de repente expeliendo un volcán de espantosos gemidos. Era altísima, oscura, con dientes muy blancos y brazos tan largos que había que pasar por lo menos diez metros distantes de aquella alambrada. Había que correr, escapar de ese grito estridente que helaba la sangre.
          Nosotros sabíamos perfecto que atrás de esa casa, enterradas, yacían osamentas de niños que había capturado, y que en su afán por hurtarles su voz les cortaba las lenguas, para luego —sin masticarlas— tragárselas crudas. Y una vez mudos los niños, frustrada por no poseer sus palabras, los estrujaba en el aire con tanta violencia que en lugar de arrancarles el habla, sus tripas salían por sus bocas.
          Había que apresurarse, sobrevivir, salir airoso al girar de la esquina y dejar muy atrás el verdor de esa casa y sus ásperos gritos.
          Pero faltaban tres cuadras, y un nuevo terror acechaba adelante: “el cuarentapedos”; el ogro asesino de manos inmensas y siempre empuñadas a un grueso garrote.
          Coronado por una colonia de hedor y de moscas, el cuarentapedos miraba a los niños con aires insanos. Su mellada expresión acentuaba un efecto voltaico al mirarlo de frente. Un grarrotazo bastaba y jamás volveríamos a casa. Bajo su suéter marrón su joroba acopiaba el asombro en los niños y un concilio fehaciente de su oscuro oficio: el de robachicos.
          Una piel blanca anegada en sudor presagiaba el zumbar del garrote verdugo, debíamos salvar el pellejo, caminar sin perdernos de vista y estar siempre alertas del grito de aviso: ¡corran, corran, el cuarentapedos!
          Nuestra aventura volvía a repetirse al volver de la escuela, la muda y el garrote apresado a la mano de aquel energúmeno no eran cosa de juego; había que encarar los peligros, la disonante mujer de la casa esmeralda y evitar tropezar con la sombra infernal y su leño escurriendo de sangre.
          La escuela ofrecía una gran tregua, un refugio cercado repleto de espacio, de vida, de signos, de niños que en cada venir y volver confrontaban sus monstruos según residieran. Porque cada lugar contenía sus quimeras.
          Ahora hemos crecido, sobrevivimos, sobreviví, miro mi pene completo y doy gracias al cielo de haberlo cuidado con todo recelo la noche del gato.
          Conservo igualmente mi lengua, sobreviví al gutural gimoteo y al garrote.
          La casa verde no existe, fue derribada unos años después que muriera Carmen de Dios Guadalupe Santiago, “la muda”. En su lugar se ha erigido otra casa con un doble piso de innovado estilo y de paredes blancas. De las celosías asoman las hojas brillantes de una enredadera. Los girasoles que siguen la luz no persiguen las ondas que traen el rumor de las hojas del fresno sembrado en la parte trasera, bajo el cual una tierra en completo reposo se abraza a sus gruesas raíces no así la osamenta de muchacho alguno.
          Se han marchado a la muerte los brazos oscuros y largos que súbitamente asomaban del cerco encomiando un adiós a los niños de entonces, mientras loca de gusto emanaba alaridos.
          Los niños que hoy marchan a clases caminan apáticamente, indiferentes al eco infantil de un pasado inventor de quimeras. Dan vuelta a la esquina sin tomar cautela, en sus mentes discurren asuntos de niños actuales. Sus rostros reflejan pixeles y no la entelequia ni la fantasía. Ninguno de ellos advierte a los otros si asoma el fantasma de un hombre incapaz de hacer daño siquiera a su sombra aferrada a una vara o a un palo de escoba para protegerse de los perros bravos. Treinta años hace que ya no recorre las calles buscando una hogaza de pan o una fruta o aquello que pudo servirle para prolongar su vida. Los huesos de aquel inmigrante escocés ya descansan de frente a una sierra sinuosa de grises montañas que al alba redimen su cruz del hedor de su apodo: Al Pounsley Johnson (1915 – 1980).
         Han cambiado las casas, los tiempos, los niños y obviamente los monstruos. Pero en la escuela los mitos de adultos persisten, y hoy se sigue enseñando las mismas patrañas de los mismos ismos, y que el viento no tiene color, que la luna no canta, que la paz se defiende por medio de guerras, que la ONU es neutral y honorable, y que el mundo sigue siendo plano.


© Fausto Vonbonek.

Publicado en Facebook  por Fausto Vonbonek, el jueves, 28 de octubre de 2010 a las 23:56

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