Nos
levantamos temprano, tal cual lo previsto la noche anterior, siendo
domingo, era muy temprano. Como habíamos tomado la casa sólo de
dormitorio y no regresaríamos a ella después, las provisiones para el
desayuno no eran para nada abundantes, apenas un postrecito de chocolate
y agua mineral. Salimos con la idea de complementar la ingesta en el
camino, pero de hecho no lo hicimos.
El día anterior, habíamos salido de Montevideo alrededor de las 17 hrs. rumbo al “dormitorio de paso” en Las Toscas, la excursión consistía en ir a Punta del Este a participar por unos instantes en un acto protocolar institucional con buena carga afectiva, es decir yo quería acompañar a mi hermano en el momento que era proclamado como autoridad electa de la institución. Nadie sabía de nuestra llegada, era sorpresa, por lo tanto debíamos ser puntuales. Preferimos salir un día antes y dormir en el balneario para agilizar el trayecto, salir de la capital suele ser lento y entonces aprovechamos el sábado sin apuro para adelantar los primeros 50 kilómetros. Dado justamente que no había apuro ninguno, elegí el camino largo una vez más, cosa poco usual en plena temporada de verano, cuando vamos y venimos cada fin de semana o en las vacaciones elijo el camino más corto o el menos congestionado, pero esta vez eso no era necesario. Circulando a velocidad media, conversando tranquilamente, con el sol despidiéndose de a poco, por una ruta sinuosa, agradablemente adornada con árboles, cañadas, campos sembrados, viviendas, colinas, algunos animales pastando; era una ruta menor bien pavimentada, no tan ancha como la principal pero con poco tránsito a esa hora. En medio de un silencio dado entre tema y tema, mi compañera de ruta lanza una exclamación propia de quien recuerda de golpe algún chisme que no había contado:
—Pah! No sabes!.... — Hizo una pausa que daba para pensar que era realmente un chisme.
—El pájaro gigante que había ahí! Al costado de la ruta, no más, bien cerca.
Busqué por el espejo retrovisor pero no logré verlo.
—Era enorme, negro con el pico amarillo... Pero no sabes qué GRANDE! Da la vuelta!
Unos 300 metros más adelante de la primera exclamación encontré una entrada de balasto para maniobrar a salvo. Penetré unos metros en el camino que era propiedad privada e inmediatamente asomó el propietario de la casa, amenazante, hacia el auto, que me costaba girar puesto que el predio estaba lleno de cosas tiradas por todos lados, incluido un trozo de vía de tren que oficiaba de límite entre el camino y el pastizal adyacente. Antes que el tipo desenfundara logré salir a la ruta nuevamente y tomar el sentido contrario. Avanzamos lentamente pensando que tal vez el pájaro ya no estuviera allí, si estaba a la vera del camino seguramente algún auto que pasó lo espantó. Yo no lo ví hasta que de pronto una nueva exclamación me hizo apretar el freno rápidamente:
—Ahí está! Voló! Mira, son dos!
Entonces si los vimos; volaron dos enormes aves de rapiña a posarse en las ramas de un pino cercano. Por lo que pude apreciar a la media luz del atardecer seguramente era una pareja de caranchos. Estacioné el auto lo más seguro posible en la estrecha banquina y nos quedamos observándonos mutuamente por un rato: nosotras y los caranchos, yo diciendo que tenían la cabeza aplanada y ellos diciendo que nos faltaban plumas en la cola... Cuando se aburrieron de ver el autito con dos desplumadas adentro, levantaron vuelo, cruzaron la ruta delante del auto y se fueron perdiendo de vista entre los rosados y lilas del cielo crepuscular, planeando lentamente y dibujándose sobre la silueta del bosque. La escena fue perfecta. Tanto así que nos quedamos unos instantes más mirando más allá, no sé si esperando que volvieran o simplemente grabando en la memoria la bellísima visión. Un verdadero regalo del universo. Cuando despertamos de la ensoñación, volví a girar el vehículo para retomar el sentido de nuestro viaje y a la nochecita, arribamos al hogar. Después de una cena casera, nos acostamos, cerramos los ojos bajo la hipnosis de los reflejos de las llamas y nos dormimos al arrullo del crepitar del fuego en la estufa.
Tomamos la Ruta Interbalnearia con calma, era un día apenas templado con augurios de buen sol. El postrecito de chocolate nos engañó el estómago durante todo el camino, seguimos de largo y sin parada alguna llegamos al Centro de Convenciones del Conrad Hotel. Acercándonos a la sala del evento escuché que anunciaban la entrada de los colegas de mi hermano, o sea estábamos llegando justito un minuto antes que lo llamaran a él. Nos apresuramos a traspasar la puerta del salón y de ahí en más los hechos fueron cien en uno: me vio mi amigo (en realidad no somos hermanos), me vio mi madre, se emocionaron los dos, me enteré que su esposa no había llegado aún, me pidieron que los acompañara al estrado, largué lentes y cartera, me saqué los pelos de la cara (el viento en la península es fuerte), me prendí del brazo izquierdo (en el derecho iba Doña Rita) y atravesamos todo el salón por uno de los pasillos entre el público, en medio de aplausos, ovaciones, y fotógrafos. Me sentí como Michelle Pfeiffer en la alfombra roja... y simplemente quería darle un abrazo a mi amigo en un momento para él muy especial.
Entendí y comprobé una vez más que las acciones que salen del corazón, más allá del pensar, del acuerdo o la discrepancia, siempre resultan oportunas y justas, cuando desde lo hondo del alma sentimos que debemos estar y sin dilemas ni dudas vamos hasta allí, siempre reconocemos que así debía ser, que era necesario que estuviéramos. Las circunstancias le dan la razón al corazón.
Discursos, saludos y alegrías mediante, al finalizar el acto protocolar nos despedimos de los actores principales y salimos de escena con la convicción de ser nominadas para el Oscar por efectos emocionales... Con la sensación de estar BIEN.
Nos fuimos a José Ignacio de paseo y almuerzo.
Transitábamos la ruta 10 bastante avanzado el trayecto, cuando avisté a mi derecha 3 cotorritas bien verdes y gorditas en el camino paralelo a la carretera. Mi compañera siente cierto amor especial por esos escandalosos animalitos voladores y no los había advertido, fue entonces, que en un acto irreflexivo motivado por el gran cariño que le tengo, pegué un frenazo memorable, antes de cruzar la lomada próxima, con balizas y luz de marcha atrás encendidas, emprendí una cuidadosa reversa de 40 metros bien volcada hacia la derecha delante de un auto con matrícula argentina (léase “porteño”), que aunque venía a otros 40 metros de distancia ya me tocaba bocina insistentemente; para mostrarle los bichos verdes a Marisa… Me conmovió su emoción al percibir que mi arriesgada maniobra sólo conllevaba la intención de acercarla a sus adorados PAJARRACOS. Reinicié la marcha hacia adelante y por supuesto le di paso al porteño que seguía impaciente.
Entramos a José Ignacio en recorrida de descubrimiento: callecitas, el faro, arenas, mar, un lugar donde almorzar. Considerando lo escaso del desayuno y la avanzada hora, sentíamos bastante apetito. En una nueva vuelta del camino, la copiloto ve un grupo de 3 o 4 pájaros picoteando el césped del jardín de una casa…
—Pará! Qué son esos? Son grandes…
Otra vez frenada y marcha atrás, esta vez con el bus de línea pisando los talones (o los guardabarros). Pude detener el auto en lugar correcto para disponernos a observar estos nuevos ejemplares.
Eran Picapalos de copete amarillo, grandotes también (se ve que la zona costera es pródiga en alimento para el buen crecimiento de las aves…) que ni se molestaron con nuestra cercana presencia y siguieron de piquito en el suelo.
Volvimos a emprender la búsqueda del almuerzo.
El 99% de los locales estaban cerrados, sólo habíamos visto uno con platos del día en oferta, los precios en la zona suelen ser exorbitantes así que debíamos ser muy cautelosas al momento de elegir establecimiento, además andábamos sin mucho efectivo, sólo con tarjetas de crédito. Pasamos por ese sitio una vez más, los precios eran casi razonables pero dimos una ojeada a la vuelta, por las dudas. Nos topamos con un restorán, muy adornado, con mesas al aire libre, patios floridos, artesanías expuestas, muchos carteles turísticos y el anuncio estrella con el nombre del chef, un francés. Pensamos que sería muy caro el lugar, no obstante bajé a ver la carta que figuraba en un exhibidor en la entrada. Estoy leyendo el menú (donde figuraba por ejemplo: coq rôti à l'origan y no era otra cosa que pollo asado con orégano) y sus elevados precios, cuando se me acerca el propio chef, pintoresco personaje regordete, de melena larga y atuendo hip hop que se pone a explicarme medio en francés medio en español las bondades del local, sus antecedentes, comodidades y demás. Resultó ser una versión “más accesible” de un reconocido restorán de lujo de Punta del Este. Almorzar allí nos hubiera costado lo mismo que un fin de semana completo en Rio de Janeiro, eso sí: aceptaban todas las tarjetas de crédito. Le agradecí la info y salí volando como pajarito flaco. Nos fuimos al de la oferta del día.
Olor a frito ni bien entramos, sólo dos mesas ocupadas con dos personas cada una. No aceptaban tarjetas, calculando los platos a consumir, el efectivo que juntábamos entre las dos nos daba para media milanesa, media botella de agua, un solo juego de cubiertos y del postre, sólo el cucurucho, sin helado; un mozo con mala onda y … NO HACÍAN PAPAS FRITAS!
Ah! Cuando escuchamos que no hacían papas fritas fue tal la indignación que nos levantamos y nos fuimos: sin papas fritas no hay milanesa.
Emprendimos la retirada del paraje, ya con cefalea famélica, o sea nos dolía la cabeza de hambre y el postrecito de chocolate ya había sido eliminado por nuestros organismos. En todo el camino desde el faro hasta la ruta, nos vimos acompañadas por un grupo de aves que podían ser águilas pequeñas o buitres. Volaban rodeando el bosque, la playa, el camino siempre delante del auto, al decir de Marisa: “Parecen nuestros guardianes” Guardianes… o vigilantes, tal vez advirtieron nuestro estado y esperaban que muriéramos por inanición, si eran buitres estábamos sonadas. Pensemos poéticamente y quedémonos con lo de “guardianes”.
Fuimos buscando el otro cartel de oferta gastronómica que por suerte encontramos y logramos almorzar muy abundantemente con entrada y plato principal en base a mariscos y pescado, guarniciones, panes, postre y bebida, por un precio más que razonable y pago mediante el plástico mágico, en una bonita terraza bañada por el tibio sol del otoño y muy amablemente atendidas. Está visto que nuestro ADN no contiene genes apropiados para los lujos desmedidos: somos mujeres de barrio no más, de comprar la fruta en la feria y la pizza en el 2x1 y así se nos dio encontrar el “boliche” adecuado a nuestras posibilidades ciertas y en castellano básico… quizás las águilas guardianas nos mostraban el camino: “salgan de aquí, muchachas, que no hay papas fritas...”
Con la pancita llena proseguimos el paseo disfrutando de una hermosa tarde… directo al Conrad, al baño. Y luego al casino.
Cuando entramos al hotel, sugerí apostarnos en la terraza sobre el mar para ver al sol esconderse, después de visitar los SSHH, obvio. Realmente la vista desde allí es magnífica y la claridad del cielo prometía un evento espectacular, pero una vez dentro de la sala de juegos pudo más el gen del azar (ese sí lo tenemos) que el de las bellezas naturales y nos concentramos en jugar en las tragamonedas. Cuando salimos ya era de noche, el fabuloso atardecer quedó atrás igual que algunos dólares de nuestras billeteras.
Era tiempo de emprender el regreso a la capital.
La carretera estaba tranquila, la noche estrellada y la luna…
La luna se mostraba en creciente con perfecta inclinación como para sentarse en la punta a pescar meteoritos. Hacia abajo perpendicularmente, a corta distancia brillaba una estrella, tal vez un planeta, parecía que estaba pendiendo de un hilo invisible anudado a la curva de la luna. Estaba cerca del horizonte y a medida que avanzábamos se acercaba más, se veía más grande y tornando del plateado al amarillo oro, siempre con la estrella colgada, siempre a la misma distancia. Se me ocurrió que alguien estaba tirando de ella como si fuera la bolita que oficia de tope en el cordel de una cajita de música, sólo que en este caso ambos elementos bajaban juntos sin variar la distancia entre ellos. Según las curvas del recorrido el dúo astral aparecía al frente o a los lados del auto, a veces oculto por elementos del paisaje, a veces como único dibujo en el cielo. Hasta que ya muy cerca de casa desaparecieron, primero la estrella y luego la luna. Me pregunto si del otro lado los japoneses verían la imagen al revés, es decir una estrella asomando tironeando de la luna colgada a sus pies o si simplemente quien estuviera tirando de la bolita habría enrollado el hilo alrededor de la curva lunar y se hubiera guardado todo en el bolsillo.
Fue otro regalo a nuestras almas, otra visión magistral del universo, esas cosas que vemos cuando los ojos están abiertos, cuando prestamos atención al entorno más allá de lo previsto, más allá de lo planificado, cuando estamos dispuestos a apreciar y amar las pequeñas cosas que son las más grandes, cuando entendemos que detenerse a observar es mucho mejor que el apuro cotidiano, que suspirar de asombro ante un pájaro es mejor que vivir a mil sin aliento, cuando estando solos disfrutamos y valoramos lo mismo que acompañados…
Lo previsto era ir al acto protocolar y luego dar un paseo, digamos esa era la meta o el destino de la salida, pero si llegar a destino o alcanzar una meta es importante en cualquier orden de la vida, tales situaciones son efímeras, cuando obtenemos lo que queremos, cuando llegamos al sitio elegido, cuando terminamos una tarea, más allá de la satisfacción o el alivio que sentimos por haberlo logrado, la situación en sí es un instante, es un final. Lo verdaderamente valioso es el recorrido, es conocer las circunstancias a cada paso, disfrutar del viaje en su extensión, observar, atender, dedicar tiempo al entorno, a lo que vamos ganando en cada momento, lo que surge imprevistamente, lo que permitimos que nos ocurra, sin miedo a “perder tiempo”.
En definitiva el acto protocolar nos quedó en el medio de una aventura genial, una expedición de avistamiento de aves, una instancia de observación astronómica. Desde que emprendimos la marcha, sin proponernos nada, dejamos que las cosas nos pasaran y les prestamos atención, o viceversa quizás.
Sólo se trata de aprender y reconocer que siempre estamos en el lugar que debemos estar y estando allí debemos sentir que eso es lo que nos corresponde y aunque a veces no parezca, es lo mejor que se nos tiene destinado. Aceptarlo, experimentarlo, disfrutarlo, atesorarlo, sentirlo con los cinco sentidos y el sexto también, es VIVIR… VIVIR BIEN.
Concluyo en decir, tal vez como moraleja a partir de este relato, que mi auto está debidamente identificado en su parte trasera con mi firma, estampada en color azul reflectivo, si cualquiera de vosotros, estimados lectores, se encontrara conduciendo su propio vehículo detrás del mío, mantengan una buena distancia, puesto que en cualquier momento una lámina espectacular de vida podría presentarse ante mí y no voy a dudar en realizar la maniobra pertinente a los efectos de disfrutar al máximo de dicha aparición. Si advierten que a mi lado va mi compañera, que la precaución sea doble, porque también se duplican las posibilidades de detectar apariciones. Y como buen consejo, no gasten energía en bocinazos, preferible es que se detengan a observar y busquen ver aquello que esté maravillándome o maravillándonos.
Me contaron después, que al día siguiente, la estrellita ya no estaba debajo de la luna… ¿Se la quedaron los japoneses para fabricar LEDS o simplemente se desató después de haber cumplido su misión…?
El día anterior, habíamos salido de Montevideo alrededor de las 17 hrs. rumbo al “dormitorio de paso” en Las Toscas, la excursión consistía en ir a Punta del Este a participar por unos instantes en un acto protocolar institucional con buena carga afectiva, es decir yo quería acompañar a mi hermano en el momento que era proclamado como autoridad electa de la institución. Nadie sabía de nuestra llegada, era sorpresa, por lo tanto debíamos ser puntuales. Preferimos salir un día antes y dormir en el balneario para agilizar el trayecto, salir de la capital suele ser lento y entonces aprovechamos el sábado sin apuro para adelantar los primeros 50 kilómetros. Dado justamente que no había apuro ninguno, elegí el camino largo una vez más, cosa poco usual en plena temporada de verano, cuando vamos y venimos cada fin de semana o en las vacaciones elijo el camino más corto o el menos congestionado, pero esta vez eso no era necesario. Circulando a velocidad media, conversando tranquilamente, con el sol despidiéndose de a poco, por una ruta sinuosa, agradablemente adornada con árboles, cañadas, campos sembrados, viviendas, colinas, algunos animales pastando; era una ruta menor bien pavimentada, no tan ancha como la principal pero con poco tránsito a esa hora. En medio de un silencio dado entre tema y tema, mi compañera de ruta lanza una exclamación propia de quien recuerda de golpe algún chisme que no había contado:
—Pah! No sabes!.... — Hizo una pausa que daba para pensar que era realmente un chisme.
—El pájaro gigante que había ahí! Al costado de la ruta, no más, bien cerca.
Busqué por el espejo retrovisor pero no logré verlo.
—Era enorme, negro con el pico amarillo... Pero no sabes qué GRANDE! Da la vuelta!
Unos 300 metros más adelante de la primera exclamación encontré una entrada de balasto para maniobrar a salvo. Penetré unos metros en el camino que era propiedad privada e inmediatamente asomó el propietario de la casa, amenazante, hacia el auto, que me costaba girar puesto que el predio estaba lleno de cosas tiradas por todos lados, incluido un trozo de vía de tren que oficiaba de límite entre el camino y el pastizal adyacente. Antes que el tipo desenfundara logré salir a la ruta nuevamente y tomar el sentido contrario. Avanzamos lentamente pensando que tal vez el pájaro ya no estuviera allí, si estaba a la vera del camino seguramente algún auto que pasó lo espantó. Yo no lo ví hasta que de pronto una nueva exclamación me hizo apretar el freno rápidamente:
—Ahí está! Voló! Mira, son dos!
Entonces si los vimos; volaron dos enormes aves de rapiña a posarse en las ramas de un pino cercano. Por lo que pude apreciar a la media luz del atardecer seguramente era una pareja de caranchos. Estacioné el auto lo más seguro posible en la estrecha banquina y nos quedamos observándonos mutuamente por un rato: nosotras y los caranchos, yo diciendo que tenían la cabeza aplanada y ellos diciendo que nos faltaban plumas en la cola... Cuando se aburrieron de ver el autito con dos desplumadas adentro, levantaron vuelo, cruzaron la ruta delante del auto y se fueron perdiendo de vista entre los rosados y lilas del cielo crepuscular, planeando lentamente y dibujándose sobre la silueta del bosque. La escena fue perfecta. Tanto así que nos quedamos unos instantes más mirando más allá, no sé si esperando que volvieran o simplemente grabando en la memoria la bellísima visión. Un verdadero regalo del universo. Cuando despertamos de la ensoñación, volví a girar el vehículo para retomar el sentido de nuestro viaje y a la nochecita, arribamos al hogar. Después de una cena casera, nos acostamos, cerramos los ojos bajo la hipnosis de los reflejos de las llamas y nos dormimos al arrullo del crepitar del fuego en la estufa.
Tomamos la Ruta Interbalnearia con calma, era un día apenas templado con augurios de buen sol. El postrecito de chocolate nos engañó el estómago durante todo el camino, seguimos de largo y sin parada alguna llegamos al Centro de Convenciones del Conrad Hotel. Acercándonos a la sala del evento escuché que anunciaban la entrada de los colegas de mi hermano, o sea estábamos llegando justito un minuto antes que lo llamaran a él. Nos apresuramos a traspasar la puerta del salón y de ahí en más los hechos fueron cien en uno: me vio mi amigo (en realidad no somos hermanos), me vio mi madre, se emocionaron los dos, me enteré que su esposa no había llegado aún, me pidieron que los acompañara al estrado, largué lentes y cartera, me saqué los pelos de la cara (el viento en la península es fuerte), me prendí del brazo izquierdo (en el derecho iba Doña Rita) y atravesamos todo el salón por uno de los pasillos entre el público, en medio de aplausos, ovaciones, y fotógrafos. Me sentí como Michelle Pfeiffer en la alfombra roja... y simplemente quería darle un abrazo a mi amigo en un momento para él muy especial.
Entendí y comprobé una vez más que las acciones que salen del corazón, más allá del pensar, del acuerdo o la discrepancia, siempre resultan oportunas y justas, cuando desde lo hondo del alma sentimos que debemos estar y sin dilemas ni dudas vamos hasta allí, siempre reconocemos que así debía ser, que era necesario que estuviéramos. Las circunstancias le dan la razón al corazón.
Discursos, saludos y alegrías mediante, al finalizar el acto protocolar nos despedimos de los actores principales y salimos de escena con la convicción de ser nominadas para el Oscar por efectos emocionales... Con la sensación de estar BIEN.
Nos fuimos a José Ignacio de paseo y almuerzo.
Transitábamos la ruta 10 bastante avanzado el trayecto, cuando avisté a mi derecha 3 cotorritas bien verdes y gorditas en el camino paralelo a la carretera. Mi compañera siente cierto amor especial por esos escandalosos animalitos voladores y no los había advertido, fue entonces, que en un acto irreflexivo motivado por el gran cariño que le tengo, pegué un frenazo memorable, antes de cruzar la lomada próxima, con balizas y luz de marcha atrás encendidas, emprendí una cuidadosa reversa de 40 metros bien volcada hacia la derecha delante de un auto con matrícula argentina (léase “porteño”), que aunque venía a otros 40 metros de distancia ya me tocaba bocina insistentemente; para mostrarle los bichos verdes a Marisa… Me conmovió su emoción al percibir que mi arriesgada maniobra sólo conllevaba la intención de acercarla a sus adorados PAJARRACOS. Reinicié la marcha hacia adelante y por supuesto le di paso al porteño que seguía impaciente.
Entramos a José Ignacio en recorrida de descubrimiento: callecitas, el faro, arenas, mar, un lugar donde almorzar. Considerando lo escaso del desayuno y la avanzada hora, sentíamos bastante apetito. En una nueva vuelta del camino, la copiloto ve un grupo de 3 o 4 pájaros picoteando el césped del jardín de una casa…
—Pará! Qué son esos? Son grandes…
Otra vez frenada y marcha atrás, esta vez con el bus de línea pisando los talones (o los guardabarros). Pude detener el auto en lugar correcto para disponernos a observar estos nuevos ejemplares.
Eran Picapalos de copete amarillo, grandotes también (se ve que la zona costera es pródiga en alimento para el buen crecimiento de las aves…) que ni se molestaron con nuestra cercana presencia y siguieron de piquito en el suelo.
Volvimos a emprender la búsqueda del almuerzo.
El 99% de los locales estaban cerrados, sólo habíamos visto uno con platos del día en oferta, los precios en la zona suelen ser exorbitantes así que debíamos ser muy cautelosas al momento de elegir establecimiento, además andábamos sin mucho efectivo, sólo con tarjetas de crédito. Pasamos por ese sitio una vez más, los precios eran casi razonables pero dimos una ojeada a la vuelta, por las dudas. Nos topamos con un restorán, muy adornado, con mesas al aire libre, patios floridos, artesanías expuestas, muchos carteles turísticos y el anuncio estrella con el nombre del chef, un francés. Pensamos que sería muy caro el lugar, no obstante bajé a ver la carta que figuraba en un exhibidor en la entrada. Estoy leyendo el menú (donde figuraba por ejemplo: coq rôti à l'origan y no era otra cosa que pollo asado con orégano) y sus elevados precios, cuando se me acerca el propio chef, pintoresco personaje regordete, de melena larga y atuendo hip hop que se pone a explicarme medio en francés medio en español las bondades del local, sus antecedentes, comodidades y demás. Resultó ser una versión “más accesible” de un reconocido restorán de lujo de Punta del Este. Almorzar allí nos hubiera costado lo mismo que un fin de semana completo en Rio de Janeiro, eso sí: aceptaban todas las tarjetas de crédito. Le agradecí la info y salí volando como pajarito flaco. Nos fuimos al de la oferta del día.
Olor a frito ni bien entramos, sólo dos mesas ocupadas con dos personas cada una. No aceptaban tarjetas, calculando los platos a consumir, el efectivo que juntábamos entre las dos nos daba para media milanesa, media botella de agua, un solo juego de cubiertos y del postre, sólo el cucurucho, sin helado; un mozo con mala onda y … NO HACÍAN PAPAS FRITAS!
Ah! Cuando escuchamos que no hacían papas fritas fue tal la indignación que nos levantamos y nos fuimos: sin papas fritas no hay milanesa.
Emprendimos la retirada del paraje, ya con cefalea famélica, o sea nos dolía la cabeza de hambre y el postrecito de chocolate ya había sido eliminado por nuestros organismos. En todo el camino desde el faro hasta la ruta, nos vimos acompañadas por un grupo de aves que podían ser águilas pequeñas o buitres. Volaban rodeando el bosque, la playa, el camino siempre delante del auto, al decir de Marisa: “Parecen nuestros guardianes” Guardianes… o vigilantes, tal vez advirtieron nuestro estado y esperaban que muriéramos por inanición, si eran buitres estábamos sonadas. Pensemos poéticamente y quedémonos con lo de “guardianes”.
Fuimos buscando el otro cartel de oferta gastronómica que por suerte encontramos y logramos almorzar muy abundantemente con entrada y plato principal en base a mariscos y pescado, guarniciones, panes, postre y bebida, por un precio más que razonable y pago mediante el plástico mágico, en una bonita terraza bañada por el tibio sol del otoño y muy amablemente atendidas. Está visto que nuestro ADN no contiene genes apropiados para los lujos desmedidos: somos mujeres de barrio no más, de comprar la fruta en la feria y la pizza en el 2x1 y así se nos dio encontrar el “boliche” adecuado a nuestras posibilidades ciertas y en castellano básico… quizás las águilas guardianas nos mostraban el camino: “salgan de aquí, muchachas, que no hay papas fritas...”
Con la pancita llena proseguimos el paseo disfrutando de una hermosa tarde… directo al Conrad, al baño. Y luego al casino.
Cuando entramos al hotel, sugerí apostarnos en la terraza sobre el mar para ver al sol esconderse, después de visitar los SSHH, obvio. Realmente la vista desde allí es magnífica y la claridad del cielo prometía un evento espectacular, pero una vez dentro de la sala de juegos pudo más el gen del azar (ese sí lo tenemos) que el de las bellezas naturales y nos concentramos en jugar en las tragamonedas. Cuando salimos ya era de noche, el fabuloso atardecer quedó atrás igual que algunos dólares de nuestras billeteras.
Era tiempo de emprender el regreso a la capital.
La carretera estaba tranquila, la noche estrellada y la luna…
La luna se mostraba en creciente con perfecta inclinación como para sentarse en la punta a pescar meteoritos. Hacia abajo perpendicularmente, a corta distancia brillaba una estrella, tal vez un planeta, parecía que estaba pendiendo de un hilo invisible anudado a la curva de la luna. Estaba cerca del horizonte y a medida que avanzábamos se acercaba más, se veía más grande y tornando del plateado al amarillo oro, siempre con la estrella colgada, siempre a la misma distancia. Se me ocurrió que alguien estaba tirando de ella como si fuera la bolita que oficia de tope en el cordel de una cajita de música, sólo que en este caso ambos elementos bajaban juntos sin variar la distancia entre ellos. Según las curvas del recorrido el dúo astral aparecía al frente o a los lados del auto, a veces oculto por elementos del paisaje, a veces como único dibujo en el cielo. Hasta que ya muy cerca de casa desaparecieron, primero la estrella y luego la luna. Me pregunto si del otro lado los japoneses verían la imagen al revés, es decir una estrella asomando tironeando de la luna colgada a sus pies o si simplemente quien estuviera tirando de la bolita habría enrollado el hilo alrededor de la curva lunar y se hubiera guardado todo en el bolsillo.
Fue otro regalo a nuestras almas, otra visión magistral del universo, esas cosas que vemos cuando los ojos están abiertos, cuando prestamos atención al entorno más allá de lo previsto, más allá de lo planificado, cuando estamos dispuestos a apreciar y amar las pequeñas cosas que son las más grandes, cuando entendemos que detenerse a observar es mucho mejor que el apuro cotidiano, que suspirar de asombro ante un pájaro es mejor que vivir a mil sin aliento, cuando estando solos disfrutamos y valoramos lo mismo que acompañados…
Lo previsto era ir al acto protocolar y luego dar un paseo, digamos esa era la meta o el destino de la salida, pero si llegar a destino o alcanzar una meta es importante en cualquier orden de la vida, tales situaciones son efímeras, cuando obtenemos lo que queremos, cuando llegamos al sitio elegido, cuando terminamos una tarea, más allá de la satisfacción o el alivio que sentimos por haberlo logrado, la situación en sí es un instante, es un final. Lo verdaderamente valioso es el recorrido, es conocer las circunstancias a cada paso, disfrutar del viaje en su extensión, observar, atender, dedicar tiempo al entorno, a lo que vamos ganando en cada momento, lo que surge imprevistamente, lo que permitimos que nos ocurra, sin miedo a “perder tiempo”.
En definitiva el acto protocolar nos quedó en el medio de una aventura genial, una expedición de avistamiento de aves, una instancia de observación astronómica. Desde que emprendimos la marcha, sin proponernos nada, dejamos que las cosas nos pasaran y les prestamos atención, o viceversa quizás.
Sólo se trata de aprender y reconocer que siempre estamos en el lugar que debemos estar y estando allí debemos sentir que eso es lo que nos corresponde y aunque a veces no parezca, es lo mejor que se nos tiene destinado. Aceptarlo, experimentarlo, disfrutarlo, atesorarlo, sentirlo con los cinco sentidos y el sexto también, es VIVIR… VIVIR BIEN.
Concluyo en decir, tal vez como moraleja a partir de este relato, que mi auto está debidamente identificado en su parte trasera con mi firma, estampada en color azul reflectivo, si cualquiera de vosotros, estimados lectores, se encontrara conduciendo su propio vehículo detrás del mío, mantengan una buena distancia, puesto que en cualquier momento una lámina espectacular de vida podría presentarse ante mí y no voy a dudar en realizar la maniobra pertinente a los efectos de disfrutar al máximo de dicha aparición. Si advierten que a mi lado va mi compañera, que la precaución sea doble, porque también se duplican las posibilidades de detectar apariciones. Y como buen consejo, no gasten energía en bocinazos, preferible es que se detengan a observar y busquen ver aquello que esté maravillándome o maravillándonos.
Me contaron después, que al día siguiente, la estrellita ya no estaba debajo de la luna… ¿Se la quedaron los japoneses para fabricar LEDS o simplemente se desató después de haber cumplido su misión…?
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