A las autoridades aquí presentes,
Al equipo directivo de IBBY,
a la impronta de su fundadora Jella Lepman,
a los representantes de las delegaciones aquí presentes,
a ALIJA delegación argentina del IBBY,
al Honorable Jurado de este premio,
a mi compañero de premiación Peter Sis,
a las instituciones que en el mundo difunden la literatura
infantil de calidad, particularmente a CEDILIJ, mi casa madre,
y a los escritores, ilustradores, especialistas y editores
latinoamericanos,
por las convicciones de trabajo, la alegría compartida, el
afectuoso acompañamiento.
Me crié en un pueblo de provincia, en un país de un
continente que comparte casi en su totalidad una lengua. Pese a su abrumadora
masividad, ya que se trata de la voz de más de 450 millones de personas, su
literatura ocupa un lugar en cierto modo periférico en la traducción a otras
lenguas. Este castellano mío, cuna del barroco y el conceptismo, no es sin
embargo una sola única lengua sino un abanico de variantes desarrolladas en
España y Latinoamérica, formas de habla y escritura mestizadas por los pueblos
originarios y los aportes de africanos, europeos y asiáticos que –esclavizados,
sometidos, aceptados o bienvenidos - impregnaron nuestros modos de decir y de
pensar.
La frase de mi casa fue: este país generoso recibió a tu
padre. Desciendo de emigrantes, es decir de pobres y desterrados. Desde que recuerdo
y seguramente también desde antes, escuché historias de personas que habían
llegado hacía muchos años a América, hombres y mujeres cuyos modestos episodios
adquirían relevancia en el relato. Fui criada por una madre a la que le gustaba
contar historias y por un padre que había dejado a su familia en Italia y
reconstruía al infinito el largo viaje a Argentina, el encuentro con mi madre.
Me crié en la llanura argentina, entre personas a la vez melancólicas y
pragmáticas, en una familia con mucha apetencia de saber, una casa en la que
siempre hubo libros y donde se contaba con muchos detalles el pasado de los que
habían estado antes. Tal vez por eso me apasiona lo extraordinario en la vida
de cada uno de nosotros, lo extraordinario de la vida en sí misma.
Dentro de esa familiaridad con los relatos y los libros, en
la idea de que había que saber un poco de todo para poder habitar en el mundo,
recuerdo el momento en que descubrí, en la cocina de casa, en un libro muy de
la época, que esos dibujos llamados letras podían unirse y formar palabras y
que esas palabras eran los nombres de las cosas. No se trataba de literatura,
era la vida misma que –suponía yo- se presentaba de ese modo para todos, en
todas las casas y en todas las familias. Años más tarde comprendí que no todos
los niños tenían acceso a los libros y eso hizo que tomara cierto rumbo, el de
trabajar en la construcción de lectores.
Dar sentido a la experiencia; en esa conciencia reside la
belleza de la vida. Vivir conscientes es al mismo tiempo defender nuestra
particularidad como individuos y como pueblos. Es muy fuerte la demanda para
que los libros unifiquen sus asuntos y sus usos del idioma, se vuelvan un poco
neutros, pero la literatura busca lo particular, el palpitar de la lengua, su
permanente escurridizo movimiento. En más de una ocasión, editores de otros
países o de otras lenguas me han dicho que mi escritura era “demasiado
argentina”, pero es justamente ahí, en las palabras de la sociedad que nos
contiene, donde reside el desafío de un escritor, su campo de batalla. A la
vez, mientras más ahondamos en lo particular, mientras menos estándar es
nuestra escritura, más difícil se vuelve su exportación. En mi caso esto se
complejiza, porque he escrito desde las diferencias del castellano argentino en
las diversas regiones de mi país, no porque quiera hacer un paneo por los modos
de hablar de mi tierra sino porque el narrador elegido me lo pedía. Es que
imagino un narrador e intento escuchar cómo habla, y él me abre la puerta, me
enseña el camino a seguir. He vivido el acto de escribir como una defensa de lo
más propiamente mío, intento de capturar un animal hecho de palabras, en el
deseo de encontrar allí algo para ofrecer a otros. El camino hacia la propia
cosa y el propio modo de decir, ya que la máxima aspiración de un escritor es
construir con la lengua de todos, una lengua nunca escuchada todavía.
En qué tradición debe insertarse una escritora descendiente
de europeos que se crió en un pueblo de un país latinoamericano, una mujer cuya
madre jamás hubiera soñado que sus hijos fueran a la universidad, alguien que
accedió a estudios superiores porque en su país existe la educación gratuita,
la universidad pública. ¿En qué fuente beben los escritores para niños en
nuestros países? Lo universal y lo local, lo latinoamericano y lo europeo, lo
central y lo periférico, lo clásico y lo contemporáneo, lo destinado a niños y
lo publicado para adultos nos agitan y azuzan en una red de tensiones donde la
mayor riqueza es el desacato, el desacomodo y el cuestionamiento, todos ellos
propicios para la creación. Por eso la necesidad de liberar de ataduras y
corsés a la Literatura Infantil, la importancia de centrarla en el trabajo con
el lenguaje, como intenté decir en mi libro Hacia una literatura sin adjetivos.
A comienzos de la recuperación democrática en mi país, mi generación comenzó a
llevar a las aulas una frase, una convicción: “la literatura infantil es
también literatura”. Pero para que eso que decimos sea verdad, debemos sortear
sobreactuaciones, estereotipos y retóricas que pueblan tantos libros para los
niños, escrituras serviles disfrazadas con ropajes nuevos.
Escribo para comprender, o tal vez buscando ser comprendida.
Camino de conocimiento para mí y también tal vez para quien me lee, palabras
que pueden despertarnos como a la durmiente princesa de uno de mis cuentos. Lo
que escribo es fruto de mi tiempo, de mi sociedad, de mi experiencia, no tanto
por las peripecias que narro, sino sobre todo por el uso del lenguaje, porque
en el lenguaje de todo escritor se reflejan sus convicciones y contradicciones,
su conocimiento y su confusión. Es en las palabras donde se libra el combate, y
es de palabras la grieta por donde acceder a una lengua privada en el inmenso
mar de la lengua social. Una grieta que haga balbucear a la lengua oficial, una
suerte de contrapoder frente a lo uniforme y lo hegemónico.
He buscado a lo largo de estos años quién sabe qué en
distintos géneros, he lanzado botellas al mar de lectores diversos, siempre
pensando que no hay espacios cerrados entre lo que interesa a niños o jóvenes y
lo que le puede interesar a un adulto. No hay para mí muchas diferencias entre
escribir para unos u otros, de hecho no pienso en los niños cuando escribo. Se
trata más bien del deseo de mirar “desde los ojos de otro” ciertas imágenes que
me interpelan, que se resisten al olvido. Al escribir me enfrento sobre todo a
mis prejuicios, me pongo en cuestión, y desearía que mi lector – por niño o
grande que sea- se pusiera también en cuestión, se viera llevado a tomar
posición. La escritura proviene de un intenso mirar y de una intensa escucha.
Con la emoción como brújula, dependo de eso, pero intento mantenerme alerta
porque muy a menudo algo me distrae o se empaña y pierdo el rumbo.
La historia del arte es también la historia de la
subjetividad humana, necesidad de compartir dolores, alegrías o asombros con
otros individuos contemporáneos o futuros; intentos de agregar algunas palabras
al gran relato del mundo. En cuanto a mí, me gustaría llegar al corazón de quien
me lee, llevarlo a sentir y a pensar, porque contra el adormecimiento de la
conciencia, la literatura nos propone una de las inmersiones más profundas en
nosotros y en la sociedad de la que formamos parte. La literatura se construye
con un bien social –el lenguaje- , un bien que es de todos, y se alimenta de
los relatos que esa sociedad genera. Es bueno recordar cada tanto que los
escritores nos apropiamos de ese patrimonio común y que ese patrimonio regresa
para pedirnos que volvamos la cabeza hacia los otros. Para pedirnos que miremos
y escuchemos con atención, con persistencia, con imprudencia, con
desobediencia, no para dar respuestas sino para generar preguntas. Hay algo
sagrado entre un escritor, su lengua y su sociedad. La ligazón entre las condiciones
de una cultura y las formas estéticas que un individuo encuentra marcan el
camino de regreso a dolores personales o sociales que, en la alquimia del
trabajo, lograron mutar en hondura, armonía o belleza, tal como nuestro
admirado Andersen transformó la miseria o el desprecio en La vendedora de
cerillas o El patito feo.
Se trata entonces del camino de una mujer hacia lo propio de
sí y de su sociedad. Lo propio, eso que es también lo desconocido de nosotros,
una voz alimentada y sostenida por las voces de muchos otros. Así, buscando mi
propia identidad en la historia de un muchacho que atraviesa el océano, en la
de niños cartoneros en una villa de emergencia, en la de una niña que ansía
vivir con su madre o en la de una joven un poco extraviada -personajes
adormecidos, íntegros o necesitados de amor- estaba buscando de algún modo
misterioso la identidad de mi pueblo. En los últimos años, he tomado conciencia
de eso, pero que ese camino me haya traído desde aquella periferia nuestra
hasta esta institución, este contexto y este congreso, para recibir este premio
mayor, cuyas consecuencias apenas dimensiono, es algo que me conmueve y me
sorprende, algo que todavía no alcanzo a comprender.
María Teresa Andruetto
Esta maravilla me la encontré en:
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