Todas las flores eran
bellas hasta que su mirada tropezó con aquella rosa. Entonces en su mundo no hubo mas que una flor. El brillo de la vanidad
barnizaba sus pétalos pero él pensó que era la misma luna quién la vestía. La arrogante
rosa le pedía cada día un imposible que dejaba de serlo en cuanto él lo ponía
ante su amor. Cada noche la desconsiderada le dejaba colgada en los labios una promesa que
nunca cumplía.
Cierto día, él sintió que ya
no podría complacerla más, de manera que se vistió de silencio y decidió irse tan lejos
de ella como pudiera. Allá donde no se escuchara el atronador sonido del
amor de sus latidos.
Aquella noche la regó por
última vez con sus propias lágrimas, le recitó un poema y simplemente se fué. De repente, ella
entendió que jamás nadie la amaría como aquel príncipe pero ya era
demasiado tarde; la muerte que siempre lo amó, ya lo tenía en sus brazos.
La flor secó sus primeras y
últimas lágrimas con el último verso que le escuchó a su amado y exhaló
su aroma en un último suspiro.
En el tapiz cielo salpicado
de noche y estrellas, un corazón huele a rosas y una flor recita poemas azules.
Teresa delgado
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